21.4.12

El robo de la corona de la Virgen de Cabracancha


Segundo Rojas Gasco

Segundo Rojas Gasco

     

       Soy Pedro Muñoz y Martínez, más conocido en Chota como El marquesito, sobrenombre que se explica por mi porte distinguido, ¡claro!, y no como afirman muchos envidiosos que es porque usaba capa y boina, ya que en los años cincuenta, época en que ocurre el asunto de mi relato, estas prendas también las usaban algunos jovenzuelos de mi generación, sí, es cierto, yo las usaba, pero las usaba con pana y elegancia, ¡claro!, y con estas prendas que adornaban mi tenida, a media mañana de un día de invierno salí de mi casa con algo de desazón, ¡claro!, porque la noche anterior las nubes se habían desplomado en un aguacero de los demonios y creí que por esa razón me enfrentaría a un ambiente desastroso, pero me equivoqué por tres circunstancias: una, el cielo estaba completamente pelado, límpido, y se respiraba un aire templado, y únicamente evidenciaban el postrero aguacero las gotas de última hora que caían de los tejados de las casas, unos pequeños charcos en el empedrado y el sacudir de los tallos multicolores de los pinpingos; la otra circunstancia, fue que caminaba por la calle Cajamarca, mi querida calle Cajamarca, ¡claro!, con su eterno olor a pan caliente, fresquito y doradito, ¡claro!, y donde alcancé a ver a doña Zoila Larga que pasaba con las latas de ‘pan de yema’ rumbo al horno de la esquina, apuradita, para así llegar a tiempo a su turno, y donde también alcancé a ver, en la esquina del capitán (capitán retirado del ejército), al Cholo Chico que habilidoso llenaba sus latas con el líquido elemento que salía del chorro de agua y caía en medio de un estropicio de hojalatas; pero, a decir verdad, el espíritu animoso de este pechito, ¡claro!, se debía, sobre todo, a que me encaminaba a visitar a mi vecina la señora Inés Vásquez –que vivía a pocos metros de mi casa-, a quien cariñosamente y con mucho respeto la llamábamos Mamita Inés por su edad avanzada, así como por su sabiduría en diversos temas, y hasta por sus consejos en temas familiares y asuntos de negocios. Toda una gran dama. ¡Claro!

       Cuando llegué a la casa golpeé la puerta con los nudillos y salió a recibirme Margarita la nieta de la Mamita, que estaba a su cuidado en el presente mes de acuerdo con el rol prefijado por las nietas para asistir a la anciana.

—Buenos días, vecinito, paseusté.

—Gracias vecinita, vengo a visitar a la Mamita.

—Pase, pase, vecinito —me dijo, y tan pronto como me precisó una silla para que tome asiento, se dirigió al interior de la casa. En esa espera, que duró unos segundos, observé la imagen del Corazón de Jesús, que sobresalía entre las demás imágenes de la habitación y tuve la sensación de que el Señor con la mirada fija y la mano derecha amenazante me decía cuidadito con portarte mal. Esos gestos del Divino me produjeron un principio de urticaria, y recordé que en cuanto vi a Margarita en la puerta observé su escote doradito, canelita, sí, y el Señor conoce este pechito, sabe que es un donjuán. ¡Claro! Me persigné, y giré la cabeza justo cuando regresaba la susodicha.

—Dice la Mamita que pase, vecinito; pase al dormitorio.

       Ingresé. Allí estaba Mamita Inés, postrada en la cama hacía más de un año, presa de los estragos de una grave enfermedad de las mujeres, que le causaba insufribles padecimientos. En una de mis primeras visitas me había dicho que le dolían mucho sus partes íntimas, muchísimo. Ahora esa enfermedad es conocida como cáncer al útero. Cogí sus manos –tenía ganas de besarlas- y sentí sus dedos huesudos. Levanté la mirada y observé sus ojos, muy metidos en sus órbitas; sus pómulos puntiagudos; su boca con dientes ralos, y sólo en la mandíbula inferior y las incontables arrugas de su cara y su cabello completamente cano. Todo en su cuerpo presagiaba que se le escapaba la vida.

       Pero, en contraste con su físico su espíritu estaba entero, con el ánimo endurecido hasta el granito. Conversamos de todo un poco. Con una lucidez que daba envidia me recomendaba que analice bien cualquier negocio que realice, nada de apresuramientos; que antes de casarme conozca bien, tanto como el que más, a mi futura esposa. La anciana era sabia. ¡Claro! Si le hubiera hecho caso no estaría jodido ahora. ¡Claro! De estos asuntos conversamos, y de otros de los que no voy a dar fe para no cansar estas líneas, y no alimentar el chisme. ¡Claro! Cuando consideré prudente retirarme, a fin de que repose y no se agote, me despedí besando su frente, deseándole pronta mejoría, y expresándole el amor de todos sus vecinos. Y salí del dormitorio. El alma se me caía a los pies. Tuve que esforzarme para no salir “con los faroles rojimios por el llanto”. ¡Claro! Porque este pechito es humano.

       No obstante a penas puse los pies en la sala un acaecimiento dio un vuelco tremendo a mi ánimo. Mi aristocrática nariz percibió el olorcito de tamales de achira con dentro de carne de chancho, que se encontraban en la mesa del comedor, junto a panes de yema, bizcochos, cortadillos y merucas. Es cierto, este pechito es de oro puro, ¡claro!, pero es un desmandado plebeyo cuando se trata de comer. ¡Claro! Más aún, cuando se trata de estos ricos potajes. ¡Claro!

       Por suerte, desde el comedor Margarita vino a mi encuentro

—Paseusté, vecinito, a tomar un cafecito.

—Muchas gracias, vecinita. —le dije con una voz que más parecía una súplica. No era para menos. ¡Claro!

       Me senté a la mesa a saborear esos manjares empezando por el café recién pasado, bien negrito, acompañado por Margarita, conversa que te conversa estábamos, hasta que de improviso ella se detuvo, arañó el mantel de la mesa, levantó la cabeza y me miró con sus ojos grandazos.

—Vecinito, ¿se ha enterado de la última noticia?

—No,… ¿Y cuál es?

—Que han robado la corona de oro de la Virgen de Cabracancha.

—No, no puede ser, que hasta a las Vírgenes le roben sus coronas, qué desgracia, qué pecado tan gravísimo.

—Sí, vecinito, así estamos ahora, por eso dicen que falta muy poco para que se acabe el mundo, que así lo asegura la Santa Biblia.

       Margarita se acomodó la voz atragantada por la emoción y la comida, y continuó relatando la noticia. El sacrilegio se había realizado así: en la medianoche del día anterior, los ladrones habían roto la chapa de la puerta de la iglesia y se llevaron la corona de la Virgen. Que eran dos los delincuentes, por las pisadas que dejaron, y que esas huellas apuntaban en dirección a Olmos. Lo extraño, sin embargo, era que los perros ni siquiera ladraron.

—Si los perros no ladraron— Intervengo—, se trata de ladrones profesionales, de aquellos que saben hipnotizar a los animales, para que no ladren. Yo, vecinita, he leído sobre estos hipnotizadores de animales en el Almanaque Bristol.

       Margarita — que sorbía su cafecito y comía su pan con queso fresco— asentó la cabeza, para dar por cierto cuanto afirmo. ¡Claro! Y en eso estábamos cuando apareció en el umbral de la puerta doña Griselda, hija mayor de Mamá Inés; nos saluda atentamente, deja en la mesa una canastita con huevos y se dirige al Corazón de Jesús, a rezar por la mejoría de su madre. Luego se persigna, voltea la cabeza y nos mira con sobresalto.

— ¿Ya saben la última noticia?

— ¿El robo de la Corona?, le contestamos

—Ya lo sabían… ¿Y quién les contó?

       Margarita aclaró que en el horno de la esquina estaban hablando unas chinas que llegaban reciencito de Cabracancha. Doña Griselda juntó sus manos y mirando al cielo raso, imploró: «¡Dios mío, Dios mío, por qué permites esta desgracia; qué le roben la corona a la Virgen!»

—… Virgen

—…gen

       Repetimos maquinalmente Margarita y yo. La señora Griselda antes de tomar el desayuno nos contó cómo se había enterado de la noticia: «Cuando compraba los huevos doblaron las campanas como para misa de difuntos y pensé que alguien se había muerto, entonces doña Zoveida que estaba bien informada, me aclaró: “Nadie ha muerto sino que han robado la corona de la Virgencita de Cabracancha”. Se me heló el cuerpo y casi me caigo de espaldas. Y vine corriendo a contarles».

       Ya éramos tres los comensales, conversa que te conversa, saboreando y saboreando. ¡Claro! Y en eso llega don Clodomiro, el hijo mayor de la Mamita Inés, y del mismo modo como procedió doña Griselda nos saludó, se dirigió al Corazón de Jesús, se persignó, y luego se dirigió a nosotros con la misma pregunta.

—¿Ya saben la última noticia?

—El robo de la corona

—De la coron…

—La coron…

       Don Clodomiro era una gran persona, un hombre correcto, sin dejar por eso de ser un tipo cazurro, socarrón, que tenía la invariable costumbre de, mientras conversaba, pasearse dando vueltas en círculo, con las manos cogidas a la espalda. «¡Ah!, ya lo sabían», expresó. Yo lo observaba sin pestañear, al tiempo que sonriendo para mis adentros pensaba que ese desplazamiento de don Clodomiro era una demostración viva del movimiento de traslación de la Tierra. ¡En que estación está ahora, en verano, otoño…! ¡Siéntate, carajo! Es un tipo cojonudo, pensé, y casi suelto la risa, pero me dominé, porque soy un caballero, ¡claro! «¡Ah!, ya lo sabían» repitió don Clodomiro, y luego continuó: «Qué barbaridad, qué pecado mortal, qué infamia» exclamó, mientras seguía dando vueltas en círculo, el bendito hombre. «Seguramente han sido los mellizos», dice, y de inmediato se rectifica: «No, no, ha sido un mellizo, porque al otro lo mataron en la cuesta de Montán, cuando robaba una yunta de bueyes. Y la pareja del mellizo será otro de su misma calaña» reflexiona, para luego concluir, apesadumbrado. «¡Cosas de Vírgenes y de Iglesias!»

       «Cosas de vírgenes y de iglesias» intervino doña Griselda, dándole la razón a su hermano. «Esto no es de ahora. Recuerdo que Mamita Inés nos contaba que aquí en la Iglesia había un cura Dominguez, que se robó la corona de la Virgencita de la Asunción y se la llevó a Chiclayo, la vendió carísimo porque era de oro puro, del bueno, y en su reemplazo mandó hacer otra de bronce, pero igualita, tanto que nadie se dio cuenta del cambiazo, hasta que faltando pocos días para el 15 de agosto (fiesta de la Virgen) las devotas le dijeron al cura que la corona no era la misma, que la habían cambiado, y el cura muy enojado las reprendió diciéndoles que eran blasfemias decir eso, que Dios las iba a castigar y que no hablen tonterías y allí acabó todo. Nada le pasó al cura.»

       Margarita que escuchaba atenta no quiso quedarse atrás, ¡claro! y agregó otro hecho. «Cosa de curas y de iglesias» dijo, y soltó un suspiro. «Recuerdo que Mamita Inés, nos contaba que en la Catedral de Cajamarca había una campana, “La Maríangola”, que cuando la tocaban su sonido se oía hasta Ninabamba. Era grandaza, de oro purito, todos se alegraban al percibir su sonido. Hasta que un día dejó de sonar. Haciendo las averiguaciones, los curas dijeron que la campana estaba rajándose y la habían mandado a reparar, y hasta ahora no se sabe nada. Sí, pues, son cosas de curas»

       De pronto don Clorodomiro, sin detener su trajín, estalló en palabras: «Ustedes conocen muy bien la sabiduría de la Mamita, pues, ella contaba que durante la Guerra con Chile, cuando llegaron aquí a Chota los chilenos incendiaron toda la ciudad, y entonces el cura junto con unos vecinos escondieron, a fin de que no la quemen, a la Virgen Purísima con su corona y todos sus adornos de oro, y hasta hoy no sabemos en dónde está. Ya son setenta años. Son cosas de curas» Termino diciendo este bendito hombre que no paraba de dar vueltas en círculo. ¡Siéntate, carajo! ¡Claro!

       Yo hasta entonces había permanecido en silencio, escuchando estas historias a la vez que despachaba a mi gusto los manjares. ¡Claro! De pronto sentí que ya no podía comer más, que tenía un tamal que subía y bajaba en la mitad de la garganta. Entonces fue cuando decidí intervenir en la conversación, por un asunto de principios. ¡Claro! Porque mi apodo de Marquesito no sólo viene de mi acostumbrado uso de la capa y la boina, sino porque mi familia desciende de un rancio linaje, de españoles aristocráticos. ¡Claro! Y la nobleza, obliga. ¡Claro!

— Pero todo eso no es nada —dije solemnemente con mi aire de “mataó placeao”, y continué:— Recuerdo que el “Flaco Guerrero” que era nuestro profesor de Historia del Perú nos decía que cuando Pizarro y sus soldados llegaron a Cajamarca, recién venidos al Perú, salió el Inca Atahualpa a recibirlos. Apareció en andas, acompañado de sus súbditos, porque era inca, un rey. Entonces el cura Valverde, que vino con Pizarro, fue al encuentro del Inca y le entregó una Biblia como regalo, para que la leyera. Atahualpa la puso a sus oídos, la observó, como buscando algo, y como no sabia sino su idioma, el Runa Simi, y menos sabía leer (la Biblia estaba en latín) la arrojó al suelo. Fue el pretexto que buscaban los españoles, la argucia trazada de antemano. Entonces el cura Valverde con la cara encendida de furia exclamó: «¡Capitán Pizarro, ha tirado la Biblia al suelo, mátenlo!» Pizarro, tomó preso a Atahualpa y luego lo mandó matar, a pesar de que el Inca entregó un cuarto lleno de oro y dos cuartos llenos de plata para ser liberado. ¡Cosa de curas! —dije y terminé mi intervención.

       Terminé y de pronto sentí un principio de flatulencia que me obligó a despedirme muy afectuosamente de cada uno de ellos y tomé las de Villadiego. Recuerdo que al retornar a mi casa, alrededor del mediodía, sentí el aire fresco de los pinpingos, el canto canoro de unos pájaros que cruzaban el cielo. Y también que un perro se me abalanzó y que de una patada lo estrellé contra la pared, y que luego se perdió aullando. ¡Fuera perro chusco de M.! Mi cabeza no soportaba intrusos chuscos. ¡Claro! Pensamientos confusos me abrumaban: por un lado el sentimiento de que la parca mariposeaba alrededor de Mamá Inés; por otro, los efectos de la gula se hacían notar con cada flatulencia; por otro, la historia truculenta de iglesias, Vírgenes y curas. ¡Claro! Imaginé que mis excontertulios continuaban rajando de los curas. ¡Claro! Y los ensotanados se lo merecen, ¡claro!, porque, así como hay curas buenos, también hay de los otros: ladrones, bien comidos mientras el pueblo se muere de hambre, tragones. ¡Claro! Curas que con su conducta te obsequian historias patéticas con papel de regalo incluido. ¡Claro! Cosas de curas… ¡Cuándo no los curas!… ¡Claro!…O, como decía el Cholo Chico: ¡Claríbilis!… ¡Claro!

2 comentarios:

MARIBEL VENEZUELA dijo...

Buenisima historia y de verdad con un toque de picardia y buen humor me encanto mis mas gratas felicitaciones se les sigue desde aqui mi patria VENEZUELA UN BESO y UNA ABRAZO CORDIAL...
Mi proximo viaje prometo conocer a esa bella tierra CHOTA que me hace recordar con sus tradiciones, costumbres y su gente a mi bello pueblo muñoz del estado LARA.

MARIBEL BIARRETA

Anónimo dijo...

Señor Segundo Rojas la historia que usted narra envuelve un manto de humor, inocensia, historia y sobre todo sabiduria ya que no escapa de la penosa realidad peruana como este lo relata, el sacrilegio, la traición y cobardía que en ese entonces y desde que llegaron los españoles, impusieron en el país. Precisa usted el momento cuando llegan los españoles escudándose en la biblia de la mano de un sacerdote que al final fue complice y partícipe de una felona matanza cruel e injusta de un lider como Atahualpa que los recibió amistosamente en la histórica plaza de Cajamarca sin saber que ese curita era un...muy buen relato señor Rojas, felicitaciones! Si la señora venezolana se anima visitar Chota sentira en cuerpo y alma, la historia sangrienta pero a la vez valiente y corajuda de los Cajamarquinos chotanos q tambien derramaron sangre y sudor a pechpo descubierto defendiendo a su patria de los españoles y los chilenos...Entérate Venezuela. Un abrazo.

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