4.3.14

EL CÓDIGO LA PINCHI

 

Matilde Pinchi Pinchi fue la amante y secretaria personal
de Vladimiro Montesinos, quien fuera el brazo derecho de Fujimori y
el hombre con más poder de corrupción durante su gobierno.
¿Por qué un día ella decidió traicionarlo?

Un reportaje de Carlos Paredes
Ilustraciones de Susana Torres y Sheila Alvarado

Matilde Pinchi Pinchi

Matilde Pinchi Pinchi recuerda que le preguntó a Vladimiro Montesinos:

-Doctor, ¿qué pasó? ¿Por qué llega tan tarde?
-Dame un abrazo -le dijo él-. Mañana te vas a tu casa: el juez ya firmó tu libertad.
-Pero doctor, ¿por qué no vino más temprano?
-Porque hoy es mi cumpleaños -le respondió-. Cumplo cuarenta.

Entonces dice que se levantó de la cama, todavía vestida con el pijama de la clínica. Montesinos, quien por entonces era su abogado defensor por un caso de contrabando, la abrazó con emoción y le dio un beso en la boca. Había dos policías que la custodiaban, y él la besó delante de ellos. Era la medianoche del lunes 19 de mayo de 1986.

Pinchi Pinchi recuerda ahora este episodio sentada tras el oscuro escritorio de su oficina. Delante de ella hay decenas de papeles de la empresa de importaciones que aún sigue siendo su próspero negocio, aunque ahora paga impuestos. Al frente está también su abogado, quien la defiende del propio Montesinos. Pinchi Pinchi cuenta que aquella vez había pasado varias horas de angustia en la habitación 204 del segundo piso de la Clínica Montefiori, en el clasemediaro (acomodado) distrito de La Molina. Esperaba que Montesinos llegara con buenas noticias. Ella era por entonces una comerciante de treinta y dos años que había reunido una modesta fortuna vendiendo joyas de fantasía en el Mercado Central de Lima. La bisutería made in China que vendía era de contrabando, y la habían descubierto. Dice que compraba las joyas en Nueva York y las traía en varias maletas que pasaban por la aduana del aeropuerto de Lima sin pagar impuestos, gracias a un funcionario al que sobornaba. Pero un juez ya había ordenado su captura. Vladimiro Montesinos, un abogado que había conocido semanas atrás, le había dado una estrategia para que no fuese a la cárcel: que se internara en una clínica como si estuviese enferma.

El falso diagnóstico decía que la paciente Pinchi Pinchi sufría una infección aguda en las trompas de Falopio. Con esa mentira, Montesinos había conseguido que un juez suplente, llamado Tomás Castañeda, la interrogase en la misma cama de la habitación donde estaba internada. Una mañana, el juez suplente había llegado a la clínica junto con su secretario y dos policías. El interrogatorio había durado hasta el mediodía, y durante toda la sesión Montesinos había estado al pie de la cama de su clienta. De todos modos, no había nada de qué preocuparse: Pinchi Pinchi se sabía las preguntas de antemano. Su eficiente abogado parecía tener todo bajo control.

Cerca de la una de la tarde, el juez Castañeda y su secretario salieron de la habitación. Montesinos sabía bien con quiénes podía negociar y con quiénes no, y Castañeda era «uno de los suyos». Había aguardado a que el juez titular se fuese de vacaciones para presentar a Pinchi Pinchi ante la justicia. Los policías estuvieron rondando la habitación para vigilar que la interrogada se quedara en la cama mientras se mantuviera la orden de detención. Ese día, Montesinos también abandonó la clínica, pero antes de salir de la habitación 204 le dejó a Pinchi Pinchi una frase esperanzadora:

-Espera tranquila -le dijo.

A las once de la noche, los policías pidieron relevo. Matilde Pinchi Pinchi estaba prohibida de moverse de la habitación. Las horas pasaban y ella no tenía nada que hacer. El aburrimiento multiplicaba su angustia. El doctor Montesinos no llegaba con ese papel que podría declararla libre o al menos convertirla en una procesada por contrabando sin pena de cárcel. Ella pensaba que aquella vez la suerte no estaría de su lado, que todo el dinero gastado en su defensa había sido en vano. ¿Valía la pena confiar en Montesinos? ¿Cuán bueno podía ser ese abogado tan intrigante que le había recomendado un tío de su pareja?

Pinchi Pinchi se había enterado de que la policía estaba tras ella cuando su único hijo, Víctor Manuel Jaime Pinchi, estaba por cumplir un año. Meses antes, una madrugada del verano de 1985, la policía aduanera había descubierto cuatro maletas repletas de joyas chinas en el aeropuerto de Lima. Más de doscientos cincuenta kilos de collares, aretes y pulseras de contrabando en un vuelo procedente de Nueva York. Ella sólo las había embarcado en Estados Unidos. Por eso, cuando las maletas llegaron al aeropuerto, parecían no tener dueño. Ningún pasajero las reclamó. Entonces no pudieron detenerla. Meses después, Pinchi Pinchi había recibido una notificación judicial. Recuerda que le asustaba la idea de ir a la cárcel y que su hijo se quedara solo. Pero entonces se le ocurrió una idea.

Le contó todo al padre de su hijo, el joven oficial de la Policía de Investigaciones (PIP) Víctor Manuel Jaime Chirinos, y éste le prometió ayuda. Jaime buscó a un tío, un ex coronel de la PIP a quien habían dado de baja por tener vínculos con narcotraficantes, y este tío lo contactó con su propio abogado. Sin duda, les dijo el tío, vayan a buscar al doctor Montesinos. El argumento que les dio era su propia experiencia: Montesinos lo estaba «limpiando» con bastante audacia de su relación con una de las bandas más célebres de traficantes de drogas en el Perú: la de Reynaldo Rodríguez López, El Padrino. Aun así, ella recuerda que aquella noche, acostada en la cama de la clínica, estaba nerviosa y angustiada.

Casi a la medianoche escuchó que alguien abría la puerta de su habitación. Lo que vio le devolvió las esperanzas: era Montesinos con una sonrisa de euforia, como si hubiera bebido unas copas antes de llegar a la clínica. Lo había logrado. Con un papel en las manos le dijo que el juez había cancelado la orden de arresto. El juicio continuaría, pero ella no perdería su libertad, al menos hasta que no se dictara una sentencia condenatoria. Y hasta que llegara ese momento, en el caso más pesimista, podían pasar años. Se abrazaron.

Fue entonces cuando él le dio aquel beso que, en ese momento, a ella le pareció más de alegría que de pasión. Pinchi Pinchi no lo dice, pero es posible que ella misma deseara entonces lo que habría de ocurrir años después. Es decir, que llegó a amar locamente a Montesinos, que es la única forma de amar a alguien como él. Lo que Pinchi Pinchi sí recuerda es que después de aquel beso la habitación se quedó en silencio. Los policías miraron con atención al abogado Montesinos, como si también quisieran celebrar que la noticia de la libertad fuese cierta, y así marcharse a sus casas. Montesinos volvió a hablar, esta vez con más calma:
-Mañana por la tarde vas a mi oficina para celebrar tu libertad y mi cumpleaños -le dijo, y se fue.

Trece años más tarde, Vladimiro Montesinos sería el hombre más poderoso del Perú, y Matilde Pinchi Pinchi, la mujer más influyente de su vida. Sería su cajera, su confidente, el ama de llaves que lo bañaba y le peinaba la calvicie durante casi veinte minutos. También su amiga, su brazo derecho, su amante, su camarógrafa de orgías y películas porno caseras. Así, hasta el año en que todo acabó. Hasta esa última semana de agosto del 2000 cuando ella dice que tenía demasiado miedo de que la estuvieran buscando para asesinarla. Hasta ese instante en que decidió robarse un video de una maleta: la prueba letal de la corrupción del régimen de Fujimori. Ahora lo reconoce: ella entregó el video. Lo traicionó.

A fines de 1985, cuando Pinchi Pinchi y Montesinos se habían visto las caras por primera vez, ella ya tenía ahorros suficientes como para vivir sin trabajar. Se conocieron en la casa de Irving Jaime Llamosas, el ex coronel de la PIP, tío del padre de su hijo, que los presentó. El ex coronel había organizado una cena en su residencia de lujo ubicada en Las Casuarinas, en uno de los barrios más caros de Lima, donde suelen vivir empresarios, diplomáticos y gerentes de transnacionales, pero donde resultaba extraño que viviera un oficial de policía en retiro. En el Perú, un policía de alto rango apenas tiene un sueldo equivalente al de un vendedor de electrodomésticos.

Menos incluso de lo que podría aspirar un profesional promedio. Montesinos llegó en su viejo Oldsmobile marrón. Pinchi Pinchi lo recuerda vestido con un pantalón beige de lanilla, una casaca de cuero color café y unos mocasines de taco bajo. Dice que todavía tenía los cabellos oscuros, aunque la calvicie ya empezaba a prolongarle la frente y asomar por su coronilla.

Pinchi Pinchi había llegado a la cena del brazo de su pareja. Tanto así que el ex coronel la presentó ante Montesinos como su «sobrina»: la mujer de su sobrino carnal. Cuando le tocó presentar a Montesinos, el ex coronel se deshizo en halagos: dijo que era un abogado que «todo» lo solucionaba, muy eficiente, pero en especial con muy buenos «contactos» en el Poder Judicial. Pinchi Pinchi recuerda que desde un inicio Montesinos tomó el caso con mucha calma, con esa serenidad del experto que de inmediato inspira confianza.

No le explicó nada sobre los pasos a seguir: sólo le advirtió que su defensa le costaría quince mil dólares, la mitad por adelantado. También le dijo que habría «otros gastos» para asegurar el éxito: sobornar a quien fuera necesario. Pinchi Pinchi diría años después que Montesinos le pidió otros quince mil dólares para esos gastos adicionales.

-Sabe, señora -le advirtió Montesinos-: aquí todo se arregla con plata.

Era el credo del doctor.

Dos décadas después, Matilde Pinchi Pinchi recuerda todo esto acompañada por su abogado, Luis Francia.

Mientras ordena algunas facturas sobre su largo escritorio, dice:

-El pelado me llamaba los sábados y me decía: «Mati, mañana paso por tu casa a las siete de la mañana. Me esperas para estudiar tus respuestas». Y al día siguiente el condenado me tocaba el claxon de su carro viejo.

El pelado es Vladimiro Montesinos. Así lo llama ahora. Antes le decía doctor. A veces, Vladi. En la primera declaración que Pinchi Pinchi hizo aquella vez ante el juez, las preguntas habrían de resultar idénticas a las que había estudiado con Montesinos. Quizá él mismo las había escrito y el juez sólo repetía su libreto como un muñeco de ventrílocuo. Montesinos la recogía e iban a un parque que quedaba por su antigua casa, cerca de un mercado de frutas. Con el tiempo, la clienta y su defensor empezaron a construir una peculiar relación de confianza y necesidades mutuas. Pinchi Pinchi había encontrado en él a un abogado eficiente y sin escrúpulos, y con el poder necesario para evitar que fuera a prisión. Montesinos había encontrado en ella a una mujer negociante y emprendedora, y dispuesta a escuchar las penas que él a veces acompañaba con lágrimas. Sí: según ella, Montesinos era un llorón.

Pinchi Pinchi había creado una pequeña fortuna de la nada, después de haber sido una vendedora ambulante en su amazónica ciudad natal. Le pagaba todas las cuentas a Montesinos. Lo invitaba a cenar, le hacía regalos, le compraba ropa. Lo admiraba.

-La primera vez que salimos a comer, él me dijo: señora, yo la invito a almorzar. Pero yo le dije: no, doctor, estoy apurada. Pero él insistió. Me dijo: aquí nomás podemos almorzar, frente de la embajada de Estados Unidos.

Aquel mediodía de primavera almorzaron en un restaurante muy popular porque tenía forma de ballena. Él pidió un cebiche de entrada y un guiso de carne como plato de fondo. Ella ordenó lo mismo. «Yo pagué la cuenta, él era un conchudo», recuerda ella.

Poco antes, él le había contado casi llorando que en ese lugar había visto por última vez a Silvana, su hija mayor, antes de tener que fugar a Ecuador. Los militares lo perseguían por haber vendido secretos del Estado peruano, y lo acusaban de traidor a la patria.

-Sentí que agarró confianza conmigo muy rápido, y pronto fue una amistad muy profunda. Me contaba todas sus cosas. Había empatía.

Esa confianza no se rompería hasta agosto del 2000, cuando ella entregó el video. Dice que Montesinos no creía que ella fuese la delatora. Que tardó meses en aceptarlo.

Un día después del beso, Matilde Pinchi Pinchi estaba de nuevo en libertad. Dice que al mediodía recibió una llamada de Montesinos: la esperaba en su oficina. Ella salió a comprarle un regalo de cumpleaños. Cuando llegó al estudio lo halló vacío. Qué raro, pensó, porque siempre estaban allí el secretario de Montesinos, un hermano de éste y su asistente, a quien años después ella habría de reconocer como Antonio Ketín Vidal, el policía que se atribuye la captura del líder del grupo terrorista Sendero Luminoso. Pero ese día no estaba ninguno. Sólo Montesinos, quien la invitó a pasar a su despacho.

-Me estaba esperando con una botella de whisky, vasos de cristal y hielos listos para servir.

Dice que primero se negó:

«Doctor, yo no tomo». Nunca había bebido whisky, pero aquella vez acabó por aceptarle un trago: después de todo, era el cumpleaños del hombre que acababa de ayudarla.

Brindaron. Él volvió a habla de su vida privada.

-Doctor, me tengo que ir -dijo ella al cabo de un rato.
Él se levantó de su silla y le acarició el rostro.
-Estás demasiado colorada -le dijo.
Luego la miró a los ojos.
Prosiguió:
-Estoy enamorado de ti.
-Usted tiene novia y esposa.
-Sí, mi esposa me ayudó mucho, pero no te lo voy a contar ahora.

Después salieron y él la llevó en su auto hasta su casa. La oficina de Montesinos quedaba en el séptimo piso de un viejo edificio del centro de Lima. Pinchi Pinchi conocía bien el lugar: antes del episodio de la clínica, solía ir a diario por allí. Luego las citas se sucederían con la misma frecuencia, pero en otros lados. Ella recuerda que empezaron a recorrer las mejores cocinas de Lima. Iban al hotel Sheraton y al Crillón. También a otro hotel, pero no del centro de la ciudad, sino de un barrio bonito: el Cesar’s de Miraflores. La pasaban bien estando juntos. Pinchi Pinchi dice que sus encuentros a veces acababan más allá del comedor: después de la cena, tomaban una habitación. También que ella era quien pagaba las cuentas y que él comenzó a pedirle con insistencia que le comprara ropa. Primero iban a una tienda llamada Él, que por esos años era todo un símbolo de la clase media limeña. Luego ella habría de refinar sus gustos y comprarle trajes más caros y elegantes.

-Él nunca tenía plata -recuerda Pinchi Pinchi-. Al día siguiente me llamaba y me decía: ven a la oficina para que veas cómo me ha quedado el terno que compramos ayer.

Pinchi Pinchi admite que estaba impresionada con su inteligencia y la habilidad con que manejaba su caso.

Mientras tanto, sus encuentros sexuales -«amorosos», los llama ella- se repetían como la rutina de cualquier pareja.

Hasta que una mañana ella llegó sin avisar a la oficina de Montesinos. Tocó la puerta y alguien le abrió sin preguntar quién era. Cuando entró en su despacho lo encontró teniendo sexo con su secretaria en un sofá.

-Él levanta la cabeza y me mira. Y yo le digo: chau.

Pinchi Pinchi pensó que sería el final. Le dijo que se marcharía a Estados Unidos y dejó de verlo: estaba segura de que la haría sufrir demasiado. Para entonces la policía ya no la buscaba, así que dio instrucciones a sus empleados para que, si veían a su abogado, la negaran.

-Pero él me esperaba en la puerta de mi casa, durmiendo en su carro. Pinchi Pinchi siguió trabajando en su negocio de joyas de fantasía. Dice que hizo todo por olvidarlo. Pero no era fácil.

A mediados de agosto del año 2000, Matilde Pinchi Pinchi recuerda que entró en el dormitorio de Montesinos, en el segundo piso del Servicio de Inteligencia Nacional (SIN). Al lado, unida por una pared de madera oscura, quedaba una oficina en la que el presidente Fujimori se reunía en privado con su asesor de inteligencia y otros funcionarios de su gobierno. Casi nadie más podía entrar allí. Pinchi Pinchi solía llegar al SIN a eso de las diez de la mañana. Era parte de su rutina entrar en la habitación de Montesinos para revisar que todo estuviese en orden. Si había que cambiar la ropa de cama, era ella quien avisaba al personal de limpieza. También mandaba a lustrar sus zapatos y advertía que no faltaran toallas, jabón ni papel higiénico en el baño. A Montesinos le encantaba lucir impecable y Pinchi Pinchi, más que su abnegada mujer, era como su nana.

Pero esa mañana ocurrió algo inusual. Oyó que alguien había entrado en el salón del otro lado de la pared de madera. Eran dos personas: reconoció la voz de Montesinos y la de un coronel de policía, Manuel Aivar Marca, uno de los hombres de confianza del asesor. Al poco rato escuchó que hablaban sobre ella. Se quedó paralizada. El coronel le exigía a Montesinos que decidiera de una vez. Ha llegado la hora, le decía: tenemos que eliminar a Rosita, que era el apodo con el que todo el mundo conocía a Pinchi Pinchi dentro del SIN. Sus argumentos eran que Pinchi Pinchi (Rosita) estaba contando a alguien secretos de la obscena corrupción. Ese alguien sabía, por ejemplo qué políticos de la oposición se vendían por algunos miles de dólares. Qué autoridades, broadcasters o animadoras de televisión eran grabados con cámaras escondidas mientras recibían alijos de dólares en maletas negras. Matilde Pinchi sabía demasiado y se lo contaba a alguien que dormía con ella en su casa de San Borja. Ese alguien le estaba filtrando a un viejo amigo que a su vez trabajaba para un enemigo del régimen. Un broadcaster perseguido y exiliado. Aivar Marca y Huaman Azcurra ya tenían las evidencias de la filtración. De la traición de Rosita. Habían seguido a un hombre que vivía con Pinchi, al que le dicen Nini, y lo habían descubierto que se reunía con otro, al que apodaron “Cochero de Drácula”. Este último era informante del enemigo. 

En el entorno de Montesinos todos eran hombres: militares, policías o agentes de inteligencia. Estaban preparados para morir por defender un secreto. Pero ella no encajaba. Además, pensaba Pinchi Pinchi mientras los escuchaba decidir sobre su propia suerte, Montesinos había confiado tanto en ella que le había pedido guardar sus archivos clasificados, todo su dinero y todos los videos de sus extorsiones a políticos y empresarios, rotulados y escondidos en varias maletas. Por todo ello, Pinchi Pinchi recuerda que se aterrorizó al oír que el coronel Aivar Marca quería matarla. Y que Vladimiro Montesinos no se oponía. Sólo dudaba de que aquél fuese el momento indicado.

Eran los últimos días del gobierno de Fujimori. Su tercer período había empezado muy mal, con escándalos de corrupción y protestas en las calles. Seis personas habían muerto en una sola manifestación, llamada La Marcha de los Cuatro Suyos, en que gente de todo el país había llegado hasta Lima. Montesinos, dice Pinchi Pinchi, había llegado a creer tanto en su poder que actuaba con total descaro. Se sabía que como asesor de inteligencia ejercía el control de muchos diarios y canales de televisión. Lo acusaban desde haber ordenado la matanza de unos universitarios hasta de tener sobornados a todos los jueces. Por eso él y el coronel Aivar Marca estaban tan nerviosos aquella mañana, planeando el asesinato de Pinchi Pinchi. Ya no podían confiar en nadie, repetía Aivar Marca.
Y Montesinos dijo que sí, que estaba de acuerdo. Pinchi Pinchi recuerda que sólo le puso una condición: esperar algunas semanas, hasta que volviese la calma al SIN. Ella sabía que cuando Montesinos tomaba una decisión de esa naturaleza no daba marcha atrás. El hombre que juraba que la amaba había postergado su muerte, pero nada lo haría cambiar de parecer.

Tiempo atrás, dice, había escuchado a Montesinos planear otras dos muertes. Una había sido la de Gustavo Mohme, el director del diario opositor La República, quien falleció de un extraño paro cardíaco mientras hacía ejercicios cerca de su casa de playa. Según Pinchi Pinchi, ella escuchó que unos agentes infiltrados habían introducido unas pastillas en el frasco de un medicamento que Mohme tomaba a diario, y que esa sustancia le habría provocado el paro cardíaco. Los infiltrados eran policías de Seguridad del Estado, oficialmente los guardaespaldas que el Estado proveía al congresista Momhe pero que respondían a las órdenes de Aivar Marca.  La otra muerte había sido la del cardenal Luis Vargas Alzamora, el arzobispo de Lima que falleció luego de una extraña enfermedad. Ambas historias las contó Pinchi Pinchi a una fiscal en febrero del 2001, el día en que decidió convertirse en una «testigo protegida». Es decir, alguien que habría de dar toda la información esencial para juzgar a Vladimiro Montesinos a cambio de no ir a la cárcel.

De modo que aquel día Pinchi Pinchi estaba muy asustada. Helada de miedo. Pasó horas en silencio, pensando en cómo impedir su muerte. Al principio decidió hablar con él, «encararlo», pero luego se le ocurrió que si hacía eso le estaría dando un pretexto para matarla de inmediato. Además, recordó algo que Montesinos solía repetir: el «sentido de la oportunidad», actuar antes que tu enemigo, sorprenderlo, emboscarlo. A la mañana siguiente regresó al SIN con una decisión definitiva: extraer uno de los casetes de video que probaban la corrupción de Montesinos y buscar la forma de hacerlo público para desatar el escándalo.

Era la segunda semana de agosto del 2000. Encontró un video donde se veía a Montesinos entregándole varios miles de dólares a un parlamentario de la oposición. Compraba su lealtad hacia el gobierno de Fujimori con un soborno. En realidad, no era un solo casete: eran dos, porque Montesinos siempre hacía grabar sus reuniones con dos cámaras. Aguardó un tiempo prudencial y salió del SIN. Se los llevó en el bolso. Aparte de Montesinos, ella era la única persona a quien los agentes de seguridad no revisaban lo que llevaba consigo. Así que salió tan tranquila, dice, tal como había llegado.

Un mes después, el 14 de septiembre transcurría como un día cualquiera en el SIN. Las protestas habían disminuido y Montesinos acababa de regresar de Rusia, donde había logrado que lo invitaran a una reunión con los servicios secretos de ese país. Era un viaje en teoría de trabajo, pero Montesinos había viajado con su novia, Jacqueline Beltrán, y con la propia Pinchi Pinchi. Ella dice que se sumó al viaje para no estar entre los sospechosos de traición el día en que se difundiera el video. En el peor de los casos, si la interrogaban, diría que podían haber robado el video mientras ella también estaba en Rusia. El sentido de la oportunidad, sorprender a tu enemigo, emboscarlo.

La tranquilidad del día terminó cuando el principal testaferro de Montesinos, el empresario textil Alberto Venero, llegó con la noticia de que un político de la oposición tenía un video. No hacía falta explicar qué clase de video era, pero hasta ese instante nadie en el SIN sabía de cuál se trataba. Venero agregó que estaban por pasarlo por televisión, y Montesinos envió a sus hombres a conseguir más detalles. Por su parte, Pinchi Pinchi recuerda que empezó a sentir una enorme presión. Pensaba que así como ella se había convertido en una traidora, podía haber uno entre los políticos que habían recibido el video que revelara su nombre.

Los congresistas que ya tenían el video en sus manos no habían fijado el día ni la hora para hacerlo público. Uno era Fernando Olivera y el otro Luis Iberico, por entonces feroces opositores del presidente Fujimori, y después aliados del gobierno siguiente, el de Alejandro Toledo. Cuando Montesinos confirmó que eran ellos, los amenazó de muerte. Les dijo que también sus familias corrían peligro. Olivera e Iberico han recordado que ese día fueron a buscar a sus hijos de los colegios donde estudiaban y contrataron a una empresa privada de seguridad para custodiarlos. Los llevaron a las afueras de Lima. Una vez a salvo, fijaron la hora para soltar el video: ese mismo día, 14 de septiembre, a las cuatro de la tarde. Desde el Hotel Bolívar.

Faltaban menos de cinco horas para ese momento. Pinchi Pinchi y Montesinos habían almorzado juntos, y los hombres de inteligencia ya habían descubierto que el casete que faltaba era el de una reunión del doctor con el congresista Alberto Kouri. En las imágenes se veía a Montesinos entregándole quince mil dólares por vender su lealtad al gobierno. Después del almuerzo, Pinchi Pinchi cuenta que Montesinos le habló de la cinta por primera vez:

-Pollito -le dijo-: van a pasar un video mío con Beto Kouri.
-Qué raro. Debe ser mentira -le respondió ella.

Dice que no se le ocurrió otra idea, pero se convenció a sí misma de que ya no podía flaquear. Durante las siguientes horas, semanas y meses, tendría que estar concentrada para disimular lo que había hecho. Pinchi Pinchi había escogido esa cinta de VHS por una razón: unos días atrás, el parlamentario Kouri había presentado una denuncia penal contra Alejandro Toledo, el jefe de su propio partido. Toledo había dicho a la prensa que Kouri se había vendido al gobierno de Fujimori tras recibir ciento sesenta mil dólares, y entonces Kouri le pedía una indemnización de un millón seiscientos mil por lo que -según él- era una calumnia. Eso le había dado cólera a Pinchi Pinchi. Así que cuando abrió las maletas donde escondía los videos, escogió sin dudar las dos cintas rotuladas con el nombre de Alberto Kouri.

La conferencia de prensa se retrasó una hora, hasta las cinco de la tarde. Cuando al fin aparecieron, Olivera, Iberico y otros parlamentarios de su partido tenían unos diez casetes de VHS sobre la mesa y una pantalla gigante a la izquierda. Horas antes habían hecho instalar en el Hotel Bolívar un generador eléctrico por si les cortaban la luz. Dejaron una copia de seguridad en el único canal que había aceptado televisar el video. Si los agentes del SIN saboteaban la presentación, el canal lanzaría la cinta desde su sala de control.

En ese mismo momento, Montesinos seguía la conferencia en directo. Pinchi Pinchi recuerda que al cabo de unos segundos en los que Kouri salía esperando en una sala con muebles de cuero, Montesinos la abrazó. Le dijo:

-Pollito, me jodí, estoy arruinado, no tengo remedio.
No sé si tirarme un balazo o renunciar.
Ella trató de tranquilizarlo.
Le dijo que no se preocupara, que aun de peores cosas había salido librado.
-Esto va a pasar, Vladi.
Busquemos una solución.
-¿Cómo pudo haber salido este video de aquí? -le preguntó Montesinos casi sin haberla escuchado.

El doctor no lo podía creer. Sus sistemas de seguridad eran extremos. Nadie que él no conociera ni controlara podía entrar en el SIN. Espiaba hasta a sus amigo de mayor confianza. Incluso a su novia. Tenía a todos vigilados porque grababa sus conversaciones telefónicas. Estaba seguro de que su sistema de control era infalible, y eso lo enfurecía aun más. Podía sospechar de cualquiera de sus allegados, menos de Pinchi Pinchi. Acababan de volver juntos de Rusia y Montesinos estaba seguro de que el casete lo habían robado en su ausencia. Nadie podría haberlo hecho en sus narices. Al menos eso creía.

Mientras tanto, se habían interrumpido también los debates en el parlamento. Un congresista había levantado una cinta de VHS y gritado que Alberto Kouri había sido descubierto. El aludido se levantó de su asiento y fue a buscar un televisor para ver por sí mismo lo que estaba sucediendo. A los pocos minutos escapó por la puerta trasera del Congreso hacia el local del SIN. Montesinos le había dicho que tenía que ir a su oficina a recibir instrucciones de inmediato. Antes de que éste pudiera subir en su auto, unos periodistas le pidieron una explicación. Kouri dijo que el dinero era un préstamo. Luego desapareció a toda velocidad.

A esa misma hora, el presidente Fujimori telefoneó a Montesinos. Pero él no le quiso responder. Recién hablarían horas más tarde. Entonces el presidente le pediría su renuncia y el asesor se negaría argumentando que solucionaría el problema «de todos modos». En el otro extremo de la ciudad, Germán Barrera, un hombre a quien el congresista Fernando Olivera bautizaría con el apelativo de El Patriota, también se quedó paralizado ante una pantalla. Estaba de compras con su esposa cuando notó que la gente se arremolinaba frente a un televisor puesto en un escaparate. Era el video que él había tenido en sus manos días atrás y por el que había pedido que le pagasen doscientos mil dólares. De hecho, en ese momento estaba gastando parte del adelanto de quince mil que le habían dado los congresistas que hablaban desde el Hotel Bolívar.

Cuando Pinchi Pinchi tuvo el video en sus manos, se convenció de que tenía que entregarlo a algún congresista de oposición. Pero como ella no podía hacerlo en persona, contactó a El Patriota, un conocido de su chofer que por casualidad conocía a otra persona que podía llegar hasta los congresistas que luego emitieron el video.

Pero una vez que tuvo la cinta en sus manos, El Patriota supo que venderla podía ser el negocio de su vida. Así consiguió el adelanto de quince mil dólares, aunque jamás le pagarían el resto. Meses más tarde, tras su fallido negocio, la propia Pinchi Pinchi fue quien le pagó cincuenta mil dólares para que éste le devolviera sus originales. Lo hizo indignada, y sólo porque era la única forma de demostrar en un tribunal que ella había sido la verdadera responsable de la caída de Montesinos.
Pero hay otra versión. Algunos creen que Montesinos cayó por una operación de la CIA al desclasificar información que probaba que Montesinos era parte del tráfico de fusiles a la guerrilla colombiana de las FARC. Dicen que el video sólo habría sido la estocada final. Según esta versión, Pinchi Pinchi debía trabajar también para el famoso servicio secreto estadounidense. Sin embargo, suena extraño que una operación de tanto riesgo se hubiera podido confiar en la última etapa a un chofer y a su conocido, dos inexpertos. Por su parte, Montesinos tardaría meses en descubrir que era su «Mati» quien lo había delatado.

En febrero del año 2001, Pinchi Pinchi entregó a la justicia toda la información y los documentos que guardaba. A cambio tendría la posibilidad de salvarse de la cárcel. Entonces ella todavía se comunicaba indirectamente con Montesinos, a través de Silvana, su hija mayor, y él siguió confiando en Pinchi Pinchi mientras estuvo escondido en Venezuela. Desde allí le escribía correos electrónicos en clave. Le pedía dinero para poder pagar a sus abogados y para mantener a su familia a la distancia. Le pedía que no lo abandonara. Pero ya era demasiado tarde. Pinchi Pinchi era una doble agente: cumplía algunos de sus pedidos, pero le sonsacaba información para que pudieran apresarlo. Por eso fue la primera en contarle a un fiscal dónde estaba el prófugo ex asesor. El sábado 23 de junio del 2001, agentes de inteligencia militar venezolana detuvieron a Montesinos en Caracas. Y él empezó a odiar a Pinchi Pinchi. Para siempre.

Hacia el mediodía del viernes 22 de julio del 2005, Pinchi Pinchi y Montesinos volvieron a verse las caras.

Habían pasado cinco años desde que se emitiera el video. El escenario era un juzgado público instalado en la Base Naval del Callao, al oeste de Lima. Decenas de cámaras de televisión estaban listas para transmitir en directo lo que la prensa había bautizado como «la confrontación del año». Pinchi Pinchi vestía pantalones de color crema, un saco azul de paño y un pañuelo de seda naranja alrededor del cuello. Su cartera y sus zapatos eran del mismo color que su pantalón. En la mano derecha tenía una botella de agua sin gas que parecía una señal de que iba a hablar mucho. Se puso de pie en el extremo derecho de la sala de audiencias.

En ese momento, Montesinos apareció escoltado por un policía. Lucía una chaqueta azul y pantalones del mismo color. Parecía vestir ropa nueva, pero no la que antes le escogía Pinchi Pinchi. Estaba obligado a ser más modesto y se le veía más calvo que antes, quizá porque ya no tenía a esa ama de llaves que lo peinaba con tanto cuidado. Era la tercera vez que los citaban, pero la primera en que Montesinos había aceptado confrontar a Pinchi Pinchi. Las anteriores le habían hecho esperar en vano. Algunos periodistas decían que Montesinos había querido ganar tiempo para llegar bien preparado al encuentro. Antes de empezar, la presidenta de la sala advirtió con tono conciliador pero enérgico que no iba a admitir que se faltasen mutuamente el respeto.

Pinchi Pinchi le dijo a Montesinos, mirándolo a los ojos:

-Yo me encargué de las cuentas del SIN desde octubre de 1999. Aunque lo niegues tratando de sorprender con mentiras, tú tenías el dinero en cajas de cartón y bajo los libreros. Cuando yo llegué te recomendé que compraras cajas fuertes.
-No es cierto -respondió él-. Y no le permito que me tutee porque yo la trato de usted. Y aunque yo permanezca detenido no he perdido mi dignidad.
-Vladi, estás hablando con La Pollito -le dijo ella con sarcasmo-. Yo conozco todos tus secretos, todas tus cosas. Tú, que dices ser un oficial de inteligencia para impresionar, cuando sólo eres un oficial de artillería.

El público estalló en carcajadas. Quedaba claro que ambos estaban preparados para disparar adonde más le dolía al otro. Se conocían demasiado y sabían que ambos tenían el poder de revelar en público sus secretos, como una pareja que se divorcia después de una traición. La abogada de Montesinos se quejó del trato «ofensivo» de Pinchi Pinchi, y la corte le ordenó a ésta que lo tratara de «señor».

Pero la soltura de Pinchi Pinchi ya lo había hecho tambalear. No sólo lo llevó a perder los papeles, sino que la abogada de Montesinos se dedicó a interrumpirla cada vez que pudo. Él llegó al límite de agredirla: dijo que Pinchi Pinchi era una simple masajista analfabeta y que no podía haber manejado sus cuentas porque ella no sabía sumar ni restar. Al día siguiente, esta agresión sería titular en varios diarios del Perú. Pero Pinchi Pinchi le respondió con otra frase digna de un titular sensacionalista:

-¿Así que sólo soy masajista? ¿Por qué no cuentas que tú traías hombres del extranjero para masajearte?
Ahora es la primera semana de septiembre del 2005, y Matilde Pinchi Pinchi acaba de llegar a su oficina. La luz de la mañana se cuela entre las persianas de una ventana que da a la calle. Su despacho queda en un segundo piso. Su rutina suele empezar con una citación en los juzgados anticorrupción, y termina con otra.

Durante los cinco años que siguieron a la caída del régimen fujimorista, Pinchi Pinchi fue más de mil veces a declarar ante los jueces. Era una testigo a tiempo completo.

Mientras revisa unos documentos que tiene sobre su escritorio, reprende a uno de sus empleados por no haber efectuado unos pagos como debía. Se siente cansada de responder a diario decenas de preguntas sobre lo que vio, hizo o escuchó alguna vez en la oficina de Montesinos. Ahora las vidas de ambos trascurren en dos lados distintos de la línea. Son rivales. Enemigos. Ambos saben que la subsistencia de uno depende de la inmovilidad del otro, y Pinchi Pinchi parece estar ganando la partida. Al menos mientras Montesinos continúe encarcelado en una base militar, en una de esas celdas de alta seguridad que él mismo mandó a construir para encerrar para siempre a los líderes terroristas. Y a ella no le da pena.

Pinchi Pinchi se acomoda tras su escritorio con una soltura que parece haber ido ganando en los últimos años. Dejó de ser la amiga anónima de un poderoso asesor presidencial y pasó a convertirse en un personaje de los que salen en la televisión. Ahora todo el mundo sabe quién es. Suele contar con cierto asombro que cuando va al supermercado hay personas que la saludan con familiaridad. Aunque reconoce que no siempre es así. Una vez, mientras hacía las compras, se le acercó una mujer y la empezó a llamar corrupta.

Antes de que Pinchi Pinchi pudiera responderle, otra mujer desconocida se acercó a defenderla: era una mujer valiente que se había atrevido a delatar toda la corrupción, decía su espontánea protectora.

Pinchi Pinchi cuenta que ya se acostumbró a no pasar desapercibida. Uno siempre hablará bien o mal de ella, pero es difícil que alguien la olvide. En junio del 2005, una encuesta de la Universidad de Lima decía que uno de cada cuatro limeños creía que era corrupta. Pero cuando la cadena de radio más importante del país preguntó a sus oyentes a quién le creían más, a Montesinos o a Pinchi Pinchi, seis de cada diez dijeron que confiaban más en ella. Para Pinchi Pinchi, haber traicionado a Montesinos es su mayor capital. Más que todo el dinero de su empresa. Se ha puesto un traje oscuro y tiene el cabello ondulado como si acabara de salir de una peluquería. Los años de tensión la han ido desgastando: tiene unas finas arrugas incluso en sus manos. Un día, uno de sus agentes de seguridad le mostró que alguien había dejado un gato muerto con las patas amarradas afuera de su casa. Ella lo entendió como una señal de Montesinos. Pinchi Pinchi dice que alguna vez él le había contado que a los soplones los esposaban y los lanzaban desde un helicóptero al mar. Antes del gato también le habían dejado un pájaro desplumado: a ella le decían La Pollito. Esos sustos la han llevado varias veces a internarse en una clínica.

-Yo no le tengo miedo al pelado, porque es un cobarde. Al que le tengo miedo es a Aivar Marca: ése sí es capaz de cualquier cosa -dice.

Por eso camina con una escolta policial que la sigue a todos lados. Y casi nadie sabe dónde está su nueva casa.

También a eso se ha acostumbrado. Sabe que a más de uno le encantaría verla muerta. Al final de una conversación que ha durado casi dos horas, Pinchi Pinchi se pone de pie y se dirige hacia la puerta de su oficina. Su actual abogado va tras ella. Es como su sombra: siempre está a su lado cuando le piden que relate algún episodio de su historia privada.

Pinchi Pinchi habla de sus planes futuros. Cuenta que está escribiendo un libro de memorias, y que quiere terminar sus estudios escolares que dejó a medias cuando vivía en Pijuana, su pueblo natal en la selva norte del Perú. Cuando acabe la secundaria piensa estudiar derecho. Necesita prepararse, dice, para su próximo objetivo: fundar un movimiento político para las elecciones generales del 2011. Mientras Pinchi Pinchi hace planes, los médicos legistas que hace poco evaluaron la salud de Montesinos han dicho que él a veces tiene ganas de matarse. Son dos piezas distantes aunque esta historia continuará siendo de los dos. Ninguno podrá escapar de la memoria del otro, como sucede con cualquier historia de amor.


Fuente: http://etiquetanegra.com.pe/articulos/el-codigo-la-pinchi

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